La experiencia de traducir. Confesiones de un inglés comedor de opio de Thomas de Quincey
Antes que Edgar Allan Poe, Charles Baudelaire o William Burroughs, el inglés Thomas de Quincey anduvo por los paraísos artificiales del opio y fundó el malditismo literario. Estas "Confesiones de un inglés comedor de opio", publicadas de forma anónima y por entregas en la London Magazine, mezclan la autoficción y el ensayo para constituir un testimonio de época en torno a las costumbres narcóticas de la Inglaterra del siglo XIX. De Quincey se adelanta medio siglo al “spleen” parisino, se hace beatnik un siglo y medio antes de los beatniks, vagabundea y descubre la flor más dulce, la flor que lo hace soñar y lo lleva al éxtasis terrenal. Un clásico por excelencia de la “literatura opiómana”.
(De la contraportada del libro)
Me parece que fue durante el último año de pandemia cuando recibí un WhatsApp del editor de Colmena editores, Armando Alzamora Flores, donde me invitaba a unirme a un grupo que tenían la finalidad de traducir a varios escritores libres de derecho. Su mensaje me impresionó, pues se trataba de incluir a un neófito en la materia.
Al principio, fui renuente. Sentí, pues, un intenso temor a lo desconocido. Creía que esta tarea podría tomarme más tiempo del esperado, o que tal vez no lograra algún aporte significativo a la extensa bibliografía del autor inglés. Ya saben, los temores naturales de un novato.
A todo esto, me gustaría confesar que mi salud física y emocional no transcurrían por sus mejores días. La pandemia me había vuelto más huraño, y aunque no temiera contagiarme de Covid, siempre estaba en mi mente la posibilidad de morirme (tal como le había sucedido a gente un poco mayor que yo). Sin embargo, y ante toda la negatividad que me inundaba, Alzamora me convenció con esa retórica que, gracias a Dios, mantiene.
Como punto de partida, para dar arranque al trabajo, busqué la fuente en su idioma original. Hallé 2 textos distintos procedentes de páginas confiables que me presentaron un pequeño problema. Al parecer, De Quincey había censurado en una versión primigenia del libro los nombres de ciertas personalidades de su tiempo (presumiblemente para evitar controversias); por lo que debía llenar los vacíos de una versión con otra.
Confiado en mi dominio avanzado del inglés, recuerdo que la traducción la inicié una noche de invierno, muy tranquila, también apoyado por un diccionario de la Universidad de Cambridge. Me asombró que, a pesar de los modismos y los términos antiguos, podía confiar tanto de mi diccionario físico como del digital para solucionar las dudas en las frases. Así también me hallé con otro inconveniente.
El presente libro ensayo-autobiografía ya poseía varias traducciones (como era obvio de esperarse). Pero, pese a esto, me sentía responsable, para con la editorial y conmigo mismo, en entregar una versión que aportara algo más; por ello, me decidí a incluir notas que explicaran las referencias cultas de su autor y corregir algunas erratas que se mantenían. Para ser honesto, una traducción a la que recurrí en contadas ocasiones fue la de Luis Loayza (miembro de la Generación del 50), que me ayudaba a comprender algunos pasajes del texto cuando se me volvían obtusos. Reconozco su compañía, tal cual libro de cabecera.
Pues bien, durante este minucioso proceso, un aspecto que me gustaría confesar es la banda sonora que me acompañó. Ciertamente, es agradable traducir cuando las canciones pueden ayudarte a incrementar tu voluntad. Así pues, mi fiel laptop seguía conmigo y me acompañé del Youtube con canciones del género lo-fi (que conocí el 2020), sonidos de lluvia, cánticos religiosos hindúes, bandas sonoras de algunos videojuegos, entre otros. Creo que fungían también de efecto opiáceo que relajaba mi mente y la acondicionaba para concentrarse e ingresar en la zona.
Mi horario impuesto era de una a dos horas diarias, actividad que conjugaba con mis otros trabajos de sustento, junto con el poco tiempo que me proponía para escribir ficción. De esta forma, traducir a De Quincey se convirtió en un acto disciplinado, y fue un acto que hasta ese momento no había experimentado.
Me gustaría comentar que, durante todo el proceso, siempre me vi conmovido por la peligrosa y aventurera vida del autor. Por momentos, sus pesares se parecían a los míos y si mi existencia era desdichada, también lo era el libro (suceso que me sorprendió enormemente). Por lo que puedo decir es que las vicisitudes del protagonista hallaban un eco entrecortado en mis días.
Cuando llegó el momento de darle fin al trabajo, no me sentí apenado por terminar. Con honestidad, deseaba dar por terminado un libro que me había supuesto un reto. Así pues, luego de las revisiones de un corrector de traducción y de estilo, me aliviané y pasé a un estado de espera. Hasta que un día el editor me consultó si el diseño de portada era de mi gusto, de si el tipo de fuente era el adecuado y si pensaba en otro diseño... hasta que tomó su decisión y el libro fue para la imprenta.
A modo de conclusión, debo confesar que lamento no haber dispuesto de tiempo necesario para escribir un prólogo. Creo que, en cambio, esto sería una posibilidad para una segunda edición. Estoy seguro de que con una buena introducción el lector tendrá mucha mayor curiosidad para adentrarse al libro, así como ubicarse en el contexto de Thomas de Quincey.
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